lunes, 26 de junio de 2017

POTOSÍ

Potosí: palabra quechua que adoptó el castellano para nombrar las fortunas impensables. 
Potosí: la montaña boliviana de la que los hombres llevan extrayendo plata y estaño desde hace quinientos años. 
Potosí: el paraíso de los tesoros fabulosos. 
Potosí: el departamento más pobre del país más pobre de Sudamérica. 

Cuando quieren protestar contra algo que desconocen, los mayores a menudo recurren al clásico "esto antes no pasaba, en mis tiempos se vivía mejor". Es una muletilla casi siempre mentirosa, ya se sabe que la memoria descarta y embellece los recuerdos a capricho de nuestros vaivenes melancólicos. Sin embargo, en boca de un minero boliviano que hubiera oído hablar de la situación de la minería antes de 1985, sería una verdad incontestable.

Antes, en Bolivia, los mineros sí que vivían mejor. Podían afiliarse a sindicatos, trabajaban con contrato y seguro de accidentes, disponían de maquinaria y sus hijos iban a la escuela. Apenas había menores en las minas. Hoy, el Cepromin (Centro de Promoción Minera), calcula que son unos 13.000 los menores de 18 años que bajan a las minas para contribuir a la economía familiar. Por supuesto, sin contrato, sin maquinaria, sin medidas de seguridad y, a menudo, sin saber ni siquiera para quién están trabajando en realidad. Se acabó la conciencia social. Se acabó la resistencia obrera frente a la explotación y los intentos de las empresas privadas de esclavizar a sus trabajadores. Se acabó pensar en seguir respirando con pulmones sanos. Hoy en día, desde 1985, los mineros que empiezan a los doce años probablemente no cumplirán los treinta y cinco. 

Pero, ¿qué pasó en 1985? Que el gobierno boliviano privatizó la explotación de las minas para hacer frente a los pagos de la deuda externa, medida que satisfizo a Estados Unidos y los mercados, y llevó a los bolivianos a la miseria. Pero para llegar a este punto hay que saber qué había pasado antes en el país. Tras haber sido una sierva fiel del capitalismo más feroz a lo largo de la primera mitad del siglo XX, en 1951 Bolivia nacionalizó las minas e inició un proceso modernizador (sufragio universal, derechos laborales, sanidad y educación públicas), saboteado años después por Estados Unidos y su fobia a cualquier avance social que su paranoia pudiera asociar con el comunismo. El país pasó de dictadura en dictadura, apoyadas por la CIA dentro de la Operación Cóndor, y entre diversos asesinos hubo sitio hasta para un nazi famoso, Klaus Barbie, el llamado "carnicero de Lyon", que coordinó grupos paramilitares de extrema derecha y desarrolló sus gustos sangrientos torturando y desapareciendo a presos políticos. 

En los años 70, Estados Unidos concedió préstamos millonarios a los dictadores bolivianos "porque eran socios en la lucha contra el comunismo y porque aprobaban leyes ventajosas para las multinacionales del petróleo y el gas". La deuda del país se multiplicó por diez, pero mientras duraron las dictaduras los norteamericanos no exigieron ninguna devolución. Cuando volvió la democracia en los años 80 y la supuesta amenaza comunista empezó a disiparse, Estados Unidos vendió 30.000 toneladas de estaño, materia prima esencial para la economía boliviana, lo cual hundió su precio en los mercados y Bolivia se quedó sin ingresos. Y fue entonces cuando los acreedores estadounidenses reclamaron la devolución de la deuda boliviana. Pero como Bolivia no podía pagar ni siquiera los intereses de dicha deuda, Estados Unidos obligó al país a privatizar todos sus recursos y a recortar en todo lo público. Dictaduras. Deudas. Y miseria. He aquí el legado estadounidense en buena parte de los países de Latinoamérica. 

El resultado es que los principales sectores económicos de Bolivia fueron vendidos a precios ridículos, con evasiones y fraudes en un "espectáculo de estafas, corrupciones y pelotazos". Y Bolivia siguió estancada en su papel de país sin infraestructuras, sin inversiones y sin industria. "Sin ninguna capacidad para defenderse de los especuladores internacionales que juegan con las materias primas y hunden países, con poca o mucha intención, sin ninguna preocupación". 

"Gobiernos y agentes de bolsa especulan con las materias primas; en ese juego arruinan a países subdesarrollados; esos países aceptan las ayudas internacionales y sus condiciones para salvarse; por ejemplo, renuncian a intervenir en las relaciones entre las empresas y los trabajadores, renuncian a cualquier vigilancia, y así, al final de la cadena, una niña de doce años entra a trabajar en la mina". 

Ander Izagirre, que ya me entusiasmó el año pasado con Cansasuelos, un relato encantador sobre un viaje a pie por los Apeninos, ha escrito un libro que encierra muchas historias. Historias de avaricia, en las que los magnates mineros se enriquecieron hasta límites obscenos a base de evadir impuestos y controlar a los gobiernos mientras Bolivia se moría de hambre. Historias de desprecio, en las que Estados Unidos destrozó la vida de millones de personas que consideraba prescindibles abusando de su poder para satisfacer sus intereses políticos y económicos. Y también historias de coraje, como la de Alicia, una adolescente minera a la que le duelen los riñones de bajar todos los días a la mina y se preocupa por que la puedan violar y se ve forzada a pagar una deuda que no es suya pero aun así sigue yendo a clase por las tardes y se convierte en presidenta de una asociación de menores mineros y obtiene una beca para estudiar y poder respirar aire limpio y comer comida saludable y quizá, un día, dejar de bajar a la mina y olvidarse, quizá, un día, del dolor de riñones. 



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