jueves, 30 de noviembre de 2017

EL FIN DEL "HOMO SOVIETICUS"

Qué lejos queda la Unión Soviética. Desapareció cuando yo estaba en primaria y ni siquiera imágenes de telediarios recuerdo. Veintiséis años han pasado del fin de aquel sueño fallido. Y a pesar de nuestra cultura democrática, de nuestra escala de valores, tan opuesta a la soviética en tantas cosas, aquel ideal de igualdad sigue estando presente en discursos e intenciones de un sector amplio de la izquierda española. Estoy convencido de que si leyeran este libro, muchos de los que piensan que la revolución rusa es una inspiración indiscutible para cualquier lucha por la emancipación, contra la explotación y por la igualdad, matizarían su nostalgia y alejarían sus afectos de un régimen político que arrebató la libertad a su pueblo a cambio de una utopía.

Al igual que en sus libros anteriores (escribí una reseña de Voces de Chernóbil hace dos años, a raíz de la concesión del Premio Nobel), Svetlana Aleksiévich se sirve de la voz de decenas de hombres y mujeres nacidos en la URSS para armar un relato coral sobre la tragedia que supuso el comunismo soviético y cómo creó un tipo de hombre, el "homo sovieticus", condenado a desaparecer tras el fin de la utopía. Son los damnificados por el sueño perdido, los humillados y ofendidos por décadas de represión: madres deportadas con sus hijos, hombres que regresan tras quince años en el Gulag con la fe en su camarada Stalin increíblemente intacta, entusiastas de la apertura a occidente de Gorbachov que asisten anonadados a los estragos de la irrupción del capitalismo en los años noventa. Todos ellos hablan del dolor de haber vivido en un sueño, en una fe en un futuro glorioso que nunca llegó. Les quitaron la libertad, la capacidad de crítica, la justicia, la palabra, a cambio de un ideal. Se aferraron a ese ideal como náufragos a un madero. Y cuando el ideal desapareció, se quedaron flotando a la deriva, sin saber cómo vivir sin su amado partido, sin su brújula mural, sin su orgullo, sin su logro.

La caída del comunismo le robó a mucha gente su fe, su patria, su idea de sí mismos construida a lo largo de siete décadas. Dejaron de sentirse especiales. Y entonces llegó el resentimiento. Sus sueños de grandeza fueron sustituidos por un enorme supermercado. Y no se explicaban que todo hubiera acabado sin gloria, sin guerra, sin sangre. "Fuimos un gran imperio que abarcaba de mar a mar, desde el círculo polar hasta los trópicos. ¿Qué ha sido de aquel imperio? Lo vencieron sin arrojar una sola bomba. Sin su Hiroshima. ¡Su Alteza el Embutido ganó la guerra!"

Al mismo tiempo, con las primeras elecciones democráticas, hubo un brote de euforia. Los que estaban hartos de la dictadura pensaron que la democracia llegaría con edificios nuevos de colores diferentes al gris hormigón, con pizzas, dinero, buenas carreteras, humor y libertad para ser felices sin tener que plegarse ante ninguna autoridad. El país era un hervidero de esperanza. La gente se sentía llena de energía. Pero, ¿qué hacer con ella? No lo sabían. Sabían que, de repente, eran libres. Pero nadie les había enseñado qué hacer con esa libertad.

Nunca ha habido juicios ni condenas por los crímenes soviéticos. Los verdugos del Gulag, los millones de cómplices que hicieron posible el Estado policial, han vivido tranquilos hasta el fin de sus días cobrando su pensión. No ha existido un movimiento ciudadano que presione para provocar un arrepentimiento en todos aquellos que colaboraron con el terror. El pasado soviético es una gloria repleta de sangre, miedo y atrocidad. Una enfermedad de la que los rusos nunca se han curado. Y ahí sigue, pendiendo sobre sus cabezas, amenazante como "el hacha que sobrevive a su dueño".

Svetlana Aleksiévich
El fantasma de la revolución se pasea de nuevo por Rusia. Desde 2011, los actos públicos en homenaje al pasado comunista se suceden por todo el país. Tras veinte años de "libertad", resurge el culto a Stalin. La mitad de los jóvenes entre diecinueve y treinta años considera que Stalin fue un "gran dirigente político". Los rusos están acostumbrados a vivir por una causa, algo grande que los trascienda como individuos. Anhelan un gobierno fuerte, una autoridad que les devuelva parte de la "grandeza" perdida. Muchos viven de la limosna de los recuerdos, protegiendo el ideal caído en espera de que se vuelva a levantar y gobernar sus vidas. Y han encontrado en Putin, ese "zar de pacotilla", una respuesta a muchos de esos anhelos.

Del capitalismo aprendieron que "nadie se forra haciendo un trabajo honesto". Y de los movimientos independentistas de las repúblicas caucásicas, el placer de sentirse importantes de nuevo a través de la xenofobia. ¡Rusia para los rusos!, se escucha a menudo en las calles de Moscú. Y proliferan las mismas consignas, los mismos gestos fascistas nacidos de la exacerbación del nacionalismo que vemos en Austria, en Francia y en España estos últimos años. Los rusos necesitan sentirse especiales. Antes, con la URSS, iban a ser los salvadores del proletariado mundial. Ahora les vale con tener a miles de tayikos haciendo por sueldos de miseria los trabajos que ellos nunca harían para mirarlos por encima del hombre y sentirse superiores.

En este libro, Svetlana Aleksiévich pregunta a sus interlocutores sobre el amor, sobre su infancia, sus peinados y sus calcetines, sobre la música que escuchaban y los desayunos en familia. Trata de los que encuentran belleza en el sufrimiento, de la crueldad que puede encerrar el entusiasmo por una idea. Trata de una época en la que ya no se mataba por Dios sino por el Partido, sin que el resultado cambiara lo más mínimo. Trata de mujeres hermosas y de historias de amor, y del dolor ajeno que acecha en cada esquina de un país enloquecido por sus ideales. Su objetivo es componer un retrato humano múltiple con las vidas de gente corriente, las víctimas, los verdugos, los cómplices y los resistentes. Las emociones humanas también forman parte de la historia. Sin ellas, los hechos históricos serían meras estructuras vacías, arquitectura vacía, casas sin hogares.

El fin del "Homo sovieticus" trata de explicar un país y su tragedia colectiva a través de sus gentes. Y ojalá que sirva para explicar el comunismo soviético a esos jóvenes rusos (y de todo el mundo) que lucen con orgullo sus camisetas con la hoz y el martillo o con el rostro de Lenin y celebran el centenario de la revolución como si fuera un ejemplo a seguir. La revolución y su recuerdo nunca debería servir de ejemplo, sino de advertencia. Millones fueron las víctimas de aquella hermosa utopía. Este libro encierra algunas de sus historias.




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