martes, 26 de diciembre de 2017

GAVRILO PRINCIP

Siempre he querido vivir en la Belle Époque. Esos años comprendidos entre el final de la guerra francoprusiana (1871) y el inicio de la primera guerra mundial (1914). Vivir en un pisito en París, en Berlín o en Viena, capitales de la cultura donde el arte vivió un esplendor y una efervescencia maravillosamente retratados en El mundo de ayer de Stefan Zweig. Visitar las exposiciones de los impresionistas, ver dirigir a Gustav Mahler, descubrir el Art Déco en los carteles de Mucha y en las casas de Victor Horta en Bruselas. Estar ahí, en el centro del mundo cultural, intuyendo que cada estreno musical, cada fachada fantasiosa, cada poema simbolista eran acontecimientos dignos de ser incluidos en el panteón de la cultura occidental. Sentir el privilegio de ser testigo de una idea de progreso a través de la cultura, alimentada por la obra de decenas de genios que creían en la libertad del arte para liberarse de las restricciones del pasado y alumbrar nuevas ideas de belleza y refinamiento. 

Siempre he querido vivir en la Belle Époque. Pero en la Belle Époque de Stefan Zweig. Lejos de la pobreza gris de los suburbios, de la rabia acumulada de los oprimidos. Lejos de los Balcanes, con sus pueblos despreciados por los austriacos y los turcos. Ocupados por dos imperios, con restos de feudalismo y de luchas tribales en las montañas, gente considerada analfabeta y carne de esclavos para la élite de la capital del Imperio. Creo que a nadie nos habría gustado vivir ahí, en ese hervidero de rabia, cocinado por siglos de opresión, a apenas quinientos kilómetros de las resplandecientes avenidas de Viena, llenas de burgueses expectantes ante el próximo estreno de una nueva ópera dirigida por Mahler. 

Este cómic del dibujante danés Henrik Rehr cuenta la vida de Gavrilo Princip, un serbio-bosnio de clase humilde que, con apenas diecinueve años, asesinó al heredero del Imperio austrohúngaro en Sarajevo, lo que provocó el estallido de la primera guerra mundial y el derrumbe de una forma de entender la sociedad, la cultura y la convivencia entre naciones. Gavrilo Princip creció en una sociedad que, por primera vez en su historia, estaba cobrando conciencia de su identidad como pueblo y de su necesidad, incluso de su derecho, a exigir otro trato por parte de sus vecinos austriacos y turcos. Por primera vez, gracias a las ideas anarquistas y comunistas, se veían con fuerzas para exigir ser dueños de su propio destino. 

Había desesperación en las calles. Miseria. En una viñeta de este cómic, ante el paso de una patrulla de soldados austriacos, con sus uniformes relucientes, una mujer se asoma a una ventana y exclama: "Bienaventurados quienes mueren en la calle, ¡porque son la voz de nuestra desgracia común!" Toda Serbia es un hervidero de indignación social. Un polvorín a punto de explotar. Y Gavrilo Princip, un adolescente pobre y enfermo de tuberculosis, alimentó esa rabia con numerosas lecturas de emancipación social, convirtiéndose en un estudiante más dispuesto a dar su vida para echar a los austriacos de los Balcanes y por traer un poco de justicia social para su pueblo. 

La verdad es que no se puede decir que lo consiguiera. Su mano apretó el gatillo que mató al heredero del emperador, pero es muy probable que la guerra hubiera estallado de todas formas por cualquier otro motivo. Una guerra que dejó más de diez millones de muertos y que acabó con la vida de uno de cada tres serbios. Si la idea era echar a los austriacos de los Balcanes, sin duda lo consiguieron. Pero a qué precio. 

Gavrilo Princip es un cómic estupendo. Tiene dramatismo, ritmo, tensión, por momentos parece una novela policiaca, y el uso del negro en la ilustración enfatiza la lucha, encarnizada y sombría, de unos ideales por conseguir su objetivo, aunque sea a través del terror y la muerte. La época que retrata es fascinante. Y al leerlo, no podía dejar de pensar que esta historia de los Balcanes, convulsa y desgraciada, fue la otra cara de la Belle Époque, fue su trastienda desordenada y gélida, y que mientras unos disfrutaban felices el esplendor artístico de su época, convirtiéndola en un mito para generaciones posteriores, otros alimentaban su odio tras siglos de humillaciones y miseria. 


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