lunes, 19 de marzo de 2018

PEQUEÑO PAÍS

El país que uno se lleva consigo cuando emigra no es un país. Es la luz del atardecer sobre el agua de aquel estanque, es la mano ligera de tu hermana que se posa sobre tu hombro para pedirte un favor, la risa descontrolada de tu primo pequeño mientras te tira un copo de avena de su desayuno, las cosquillas de una hormiga caminando por tu pie y tus ojos observando su vagabundeo errático y delicioso. 

El país que uno se lleva consigo cuando emigra es el calor que uno extrae de la memoria para sobrevivir al frío del lugar de acogida. La lluvia tropical, cálida y llena de vida que uno recuerda para soportar la gelidez de la gente, de los vecinos y los camareros de esos países europeos cuya humanidad parece petrificada como áreas de servicio vacías en invierno. 

El país de Gaël Faye es Burundi. Su pequeño país. A muchos europeos nos cuesta situarlo en el mapa. Incluso encontrarlo. Se halla en el centro de África y es más pequeño que Galicia. Verde, tropical, extremadamente pobre, es tristemente conocido por el genocidio ruandés de los años noventa, que afectó de lleno a su población y que desembocó en una guerra civil que hoy en día sigue sembrando de muertos las cunetas y que parece no tener fin. Hutus contra tutsis, tutsis contra hutus, ¿cuándo se empezó a dividir el mundo entre amigos y enemigos? 

Esto mismo se pregunta el joven protagonista de la novela: 
"- Papá, ¿la guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?
- No, no es eso, están en el mismo país. 
- Entonces, ¿no hablan la misma lengua?
- Sí, la lengua que hablan es la misma. 
- Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios?
- Sí, sí tienen el mismo dios. 
- Entonces, ¿por qué están en guerra?
- Porque no tienen la misma nariz". 

Para un niño de diez años, de padre francés y madre ruandesa tutsi, la cuestión no está nada clara. Tiene amigos hutus y tutsis, y amigos con la nariz tan poco definida que uno no sabe qué pensar sobre su etnia. ¿Por qué definir a una persona por su nariz o su estatura? 

Y ahora, veinte años después, se pregunta: ¿cuándo empezó aquello? ¿Cuándo empezamos a desconfiar, a ver al otro como un peligro, un extraño al que atacar o del que huir? ¿Cuándo empezamos a convivir con la idea de la muerte, a domesticarla para que, dentro de lo posible, no nos clavara los dientes con cada noticia de un pariente asesinado, con cada bala perdida haciendo estallar una ventana de la clase de Historia? 

Gaël Faye
En esta novela dulce y sobrecogedora se esconde parte de la infancia del autor en su pequeño país devastado por el genocidio. Huyó de él con su hermana pequeña para salvar la vida, y tras veinte años de exilio, regresa a los lugares donde creció buscando los restos de un pasado que sigue palpitando en su memoria. Pero su país ya no es su país. Los grandes árboles del barrio fueron talados, enormes muros rematados por alambre de púas ocuparon el lugar de aquellos pacíficos setos de buganvillas. Su país se perdió en el pasado, al igual que su infancia. Y sólo una voz en la oscuridad es capaz de traerle de vuelta, con un escalofrío, la belleza y el dolor de aquellos luminosos días de juegos con sus antiguos amigos.  

El país que uno se lleva consigo cuando emigra no es un país, sino las personas que lo habitaron. Uno no se exilia de un país, sino de sus seres queridos. Sin ellos, el país no es más que una cáscara vacía, una partitura escrita para unas voces concretas que, sin ellas, no es más que tinta y papel. Gaël Faye lleva años poniendo voz y música a esa partitura con sus canciones. Esta novela es su canto de amor más completo y personal al mundo roto de su infancia, un homenaje a todos los que murieron y a los que la guerra y el odio expulsaron por el mundo para convertirlos en seres errantes en busca de un lugar donde descansar y recordar, en paz, su amor por su pequeño país. 



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